por Santiago Meilán
“Nadie da una coima en público”. La frase pertenece al manual de transparencia que Luis Moreno Ocampo escribía en el año 93. En este manual, quien había sido fiscal en el juicio a los Jefes de las Juntas Militares, y que luego sería abogado de Domigo Cavallo entre otros, echaba mano a una fórmula que había sido creada por Robert Klitgaard, un profesor de Harvard miembro de Transparency International. La fórmula rezaba:
Corrupción=Monopolio+Discrecionalidad-Transparencia
El Código Penal de la Nación no utiliza el termino de corrupción sino para delitos contra los derechos personales; el cohecho, la malversación, incorrecto desempeño de funcionario, son las figuras que la legislación utiliza para denominar los delitos infringidos contra el ciudadano. Sólo una figura se vuelve claramente opaca en el uso triunalicio y reúne las cualidades de vulnerar los derechos ciudadano al mismo tiempo que los personales: la extorsión.
Como fuere, la fórmula de Klitgaard logró cierto predicamento en medio de la maroma de pragmatismo impersonal, en muchos casos impulsado desde la creación y representación en el medio local de las Organizaciones No Gubernamentales. En sus diversas formas, las ONG, instituciones que se transforman en la década del 90, resignificaron una discusión ampliamente olvidada en el terreno de las políticas públicas, aquella que desde la legislación y la doctrina limitaba los juicios contra los delitos públicos al terreno de la conciencia y la falla ética.
Procedentes de una crisis general en la década del 70, tanto de valores como del sistema de partidos y organizaciones sociales, el desembarco de las ONG en los países dependientes supuso una reconstrucción similar a la que había sido necesaria en la posguerra de mediados de siglo XX para los países centrales. Los lazos de la comunidad latinoamericanos habían sido destruidos, objeto de los gobiernos militares y la inmadurez democrática. Hoy estas múltiples organizaciones militan en una multiplicidad de campos que van de la corrupción a la donación de órganos, realizando tareas humanitarias con una buena cuota de adoctrinamiento, a su vez, subyacente a los propósitos declarados por los responsables de cada una de ellas.
Tal vez la más profundamente comprometida con los delitos de función pública sea Transparency International. Representada en la Argentina por Poder Ciudadano, ONG a la que Moreno Ocampo pertenece, realiza trabajos de concientización y capacitación a los organismos públicos, entre ellos la Sindicatura General de la Nación, la Auditoría General de la Nación y, a partir de su desempeño en el ámbito académico, también en distintas reparticiones de los poderes Ejecutivo, Legislatio y Judicial.
Cuando en aquel entonces comenzaba a hablarse Consejo de Magistratura o de Comisiones Nacionales de Regulación, o bien cuando la SIGEP (Sindicatura General de Empresas Privadas) pasó a llamarse SIGEN y a depender del Poder Ejecutivo, en general se trataba de proponer una articulación entre legislaciones de países más ejercitados en el control de la impunidad y la codificación nacional, la que por momentos resultaba demasiado telúrica –y por ello ideal para los negociados– o bien mostraba una forma inadecuada de resolver problemas de corrupción en los procesos históricos desencadenados con el fin de la Guerra Fría.
En esa falta de adecuación entre las legislaciones internacionales, heredada de la demonizacion de lo extranjero que se operó en connivencia entre los poderes de países centrales y la periferia colonial, iban a proliferar los entes desregulados para demostrar el vacío en que se había sumido a la ciudadanía latinoamericana, africana, asiática y, para el caso del viejo continente, los países de los balcanes y del este.
La ingerencia de las ONG mostró una realidad que en el ámbito local paralizaba. Hicieron ver que las lógicas ‘de provincia’ no constituían una patología proveniente de la dominación económica, sino fruto de un fatal compromiso con el silencio y la inoperancia. La ausencia total de denuncia, la justificación en la dinámica del golpe institucional (extendido a un punto que todavía no ofrece alternativa) hacían que las prácticas irregulares por parte del poder hegemónico inmovilizara y reprodujera situaciones que se transformaban en problemas del ámbito privado, cuando en realidad las prácticas de soborno contenían en su interior consecuencias que iban más allá de la indignación en la charla de pasillo.
Mario Rapoport en su libro Historia económica, política y social de la Argentina (Ed. Macchi, 2000), impulsaba una lectura que constituiría el punto arquimédico en relación a la procesos profundos llevados a cabo por la Juntas Militares. Marcelo Bonelli en su libro Un país en deuda (Planeta, 2004), retoma una de las hipótesis señaladas por el economista de la Universidad de Buenos Aires, hipótesis que hoy se vuelven insoslayables para comprender algunas políticas concretas del período de facto que va de 1976 a 1983. Para ambos autores, la lucha civil desarrollada en el proceso de implementación de las políticas neoliberales perseguían la dominación gremial antes que el control de la violencia subversiva.
Durante largo tiempo se creyó que una banalización sindical sería uno de los elementos constitutivos que lograra el entorno necesario para el cambio que el neoliberalismo implicó. Así fue como la desarticulación entre trabajo y dirigencia permitió una transformación total –de aspecto y real– de la fisonomía de nuestro país y, con posterioridad, dicha desarticulación sería uno de los mayores obstáculos para los consiguientes ajustes del sistema. Todo ello amparado por la lógica ‘provinciana’ de la desidia.
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